Por: Berenice Reyal
Traducción: Lucia Silva Magaña
Joyería fina
La belleza está en todas las formas, depende del ojo que la mira.
Yo me hice experto en joyería fina, la más delicada, la que es natural y no fantasía. Mi joyería se compone de arañas para todos los gustos y medidas.
Algunos aún se asustan. A las arañas las mira con temor quien no las comprende, pero yo las vi con otros ojos y comprendí su misión. Fue tan fácil como alejar el miedo y observarlas. Dejarlas ser ellas.
Todo comenzó con una araña verde. Me gustó su color, su forma, su tamaño. Me dediqué a observarla. Qué exquisitos detalles había en ella, cada vellosidad, cada punto pigmentado, cada movimiento. Cuánta belleza. Me di cuenta de cómo esa araña andaba por el suelo como buscando asirse a algo. Y luego la vi subirse a la pared, la vi quedarse ahí como exhibiéndose para ser vista. Entonces lo supe. Comprendí que lo bello está al alcance de todas las manos, de todos los ojos, de todos los tiempos para quien sabe ver. Desde que lo comprendí, uso arañas en mis dedos, en mis manos, en mi cuello…
La primera vez alejé todo miedo y confié en la libertad de ese pequeño animal verde. La naturaleza siempre sabe. Dejé a la araña avanzar sobre mi mano. El leve cosquilleo no me asustó. Le di toda mi confianza y ella a cambio me dio toda su belleza. Admiré su andar, la dejé explorar mi mano, ella recorrió detenidamente cada parte: las falanges, las uñas, los nudillos, la palma, cada arruga y la protuberancia en el dorso formada por el paso de mis venas. Todo lo que podría recorrerse en mi mano, lo recorrió la araña, y así ella decidió asirse a mi dedo índice. Con sus patas abrazándome, se aferró a mí sin lastimarme. Se convirtió en un anillo perfecto, hecho voluntariamente y a mi medida.
En ese momento comprendí la ingenuidad humana, esa que busca hacer ornamentos cuando la naturaleza todos nos brinda.
Mi anillo era tan bello. Lo miraban con curiosidad, pensando que era artificio, mas luego la veían mover una pata y los que la observaban echaban su cuerpo hacia atrás, mostrando entre sorpresa y miedo. Algunos otros lo entendieron y disfrutaron ver el espectáculo de la naturaleza sobre mi dedo.
Mi gusto por la joyería continuó. Lo que comenzó con una araña, pronto se convirtió en seis, luego en diez y luego en tantas arañas como quisieran estar en mis dedos. Fue una, fueron dos, fueron cuatro arañas por dedo. La variedad era perfecta. Arañas pequeñas, otras de patas largas, delgadas o más gruesas. Arañas con colores más bellos: negros profundos, grises, marrones terrosos, amarillos, verdes y rojos. Todas ellas decorando mis manos sin miedo, dejándose ver. Les gusta que las miren, que aprecien su belleza.
Ellas se adaptan a lo que soy, a mis hábitos, a mis cambios. Cuando me lavo las manos, se bajan delicadamente, me esperan en el lavamanos y después se suben sin prisas cuando me he secado. Ellas se acomodan poco a poco, haciendo de mis manos una obra de arte. Son tan bellos mis anillos, son perfectos en mis manos y mis manos son perfectas con ellos.
Mis manos se llenaron. Cuando no cupieron en mis dedos, las nuevas arañas se acomodaron en mis muñecas. Se entrelazaron. Unas a otras se unieron en las formas más bellas. Se intercalaron entre sí para formar eslabones, para aumentar el esplendor. Lucían como gemas. Cada pulsera estaba hecha con al menos tres arañas, según su tamaño. Mi favorita era una pulsera hecha con alrededor de treinta arañas saltarinas negras porque era de las arañas más comunes y era al tiempo hermosa, tupida, delicada y fuerte. Se llenaron entonces mis muñecas y también brazos. Ahí no había ya espacio.
Entonces quise un collar y ellas me lo hicieron. Una araña muy grande se convirtió en el dije principal, se colocó bajo mi cuello. Sus vellosidades brillaban con el sol. Y otras tantas arañas me envolvieron, como emulando cadenas y collares finos.
Cuando no cupieron más en mis manos, brazos y cuello, se fueron a mis pies, a mis piernas. Hicieron luego cinturones, unos delgados, otros gruesos. Una tras otra se unía para hacer nuevas joyas.
Después subieron otras arañas para hacer en mi cabeza broches, unos grandes y otros chiquitos, pero todos únicos y bellos.
Me convertí en un espectáculo, sobre todo cada vez que las arañas subían y bajaban para acomodarse. Usaba la joyería más fina, la que la naturaleza misma había hecho. ¡Cuánta belleza cubría mi cuerpo! Dejé de ser yo para convertirme en algo perfecto.
Cuando comprendí la misión de las arañas, me di cuenta de que todo era muy bello. Fueron ellas joyas mías y yo fui para ellas lienzo.
FINE JEWELRY |
Beauty comes in all forms, it depends on the eye that looks at it.
I became an expert in fine jewelry, the most delicious, the one that is natural and not fantasy. My jewelry is made up of spiders for all tastes and sizes.
Some still get scared. The ones who do not understand spiders, look at them with fear, but I see them with other eyes and understand their mission. It was as easy as moving away fear and observing rods. Let them be them.
It all started with a green spider. I liked the color, the shape, and the size. I dedicated myself to watching her. What exquisite details there were in her, every hairiness, every pigmented point, every movement. How beautiful she is! I realized how that spider was walking on the floor as if looking to hold on to something. And then I saw her get on the wall, I saw her stand there like she was showing off to be seen. Then I knew. I understood that beauty is within reach of all hands, all eyes, all times for those who know how to see. Since I understood it, I use spiders on my fingers, on my hands, on my neck…
The first time I drove away all fear and trusted the freedom of that little green animal. Nature always knows. I let the spider advance over my hand. The mild tingling didn’t scare me. I gave her all my confidence and she gave me all her beauty in return. I admired her gait, I let her explore my hand, and she carefully scoured each part: the phalanges, the nails, the knuckles, the palm, each wrinkle, and the protuberance on the back formed by the passage of my veins. The spider traveled everything that could be traveled in my hand, and so she decided to cling to my index finger. With her legs hugging me, she clung to me without hurting me. She became a perfect ring, made voluntarily and to my measure.
At that moment I understood human naivety, that which seeks to make ornaments when nature gives us all.
My ring was so beautiful. They looked at it curiously, thinking it was artifice, but then they saw her move a leg and those who watched her threw their body back, showing between surprise and fear. Some others understood it and enjoyed watching the spectacle of nature on my finger.
My taste for jewelry continued. What started with a spider soon became six, then ten, and then as many spiders as I wanted to be on my fingers. It was one, it was two, it was four spiders per finger. The variety was perfect. Small spiders, and others with long, thin, or thicker legs. Spiders with the most beautiful colors: deep blacks, greys, earthy browns, yellows, greens, and reds. All of them decorating my hands without fear, letting me see them. They like to be looked at, to have their beauty appreciated.
They adapt to what I am, to my habits, to my changes. When I wash my hands, they come down gently, they wait for me in the sink, and then they come up unhurriedly when I’ve dried up. They settle down little by little, making a work of art out of my hands. My rings are so beautiful, they are perfect in my hands and my hands are perfect with them.
My hands are full. When they did not fit in my fingers, new spiders settled into my wrists. They intertwined. One joined the other in the most beautiful ways. They interleaved with each other to form links, to increase the splendor. They looked like gems. Each bracelet was made with at least three spiders, depending on their size. My favorite was a bracelet made with about thirty black jumping spiders because it was one of the most common spiders and was at the same time beautiful, dense, delicate, and strong. Then my wrists and arms filled up. There was no more space there.
Then I wanted a necklace, and they made it for me. A very large spider became the main charm, it was placed under my neck. Their villi shone with the sun. And so many other spiders enveloped me, like emulating chains and fine necklaces.
When they no longer fit in my hands, arms, and neck, they went to my feet, to my legs. Then they made belts, some thin, others thick. One after another they would join together to make new jewels.
Then other spiders came up to make brooches in my head, some big and some small, but all unique and beautiful.
I became a spectacle, especially when the spiders went up and down to settle in. I wore the finest jewelry, the one nature itself had made.
How beautiful my body was! I stopped being myself to become something perfect.
When I understood the mission of spiders, I realized that everything was incredibly beautiful. They were my jewels, and I was a canvas for them.